1) La figura básica
Respecto de la figura básica de torturas en la legislación penal argentina, concretamente, prescribe el art. 144 tercero, inciso 1:
“Será reprimido con reclusión o prisión de ocho a veinticinco años e inhabilitación absoluta y perpetua el funcionario público que impusiere a personas, legítima o ilegítimamente privadas de su libertad, cualquier clase de tortura. Es indiferente que la víctima se encuentre jurídicamente a cargo del funcionario, bastando que éste tenga sobre aquella poder de hecho.
Igual pena se impondrá a particulares que ejecutaren los hechos descriptos.
(…)
3º Por tortura se entenderá no solamente los tormentos físicos, sino también la imposición de sufrimientos psíquicos, cuando éstos tengan gravedad suficiente”.
Si bien la figura básica deja en claro los elementos objetivos y subjetivos del delito tratado, se han generado opiniones opuestas acerca de cómo tratar la referencia a los “particulares” que cometan el delito de tortura. He aquí entonces la primera propuesta de modificación legal:
- a) La referencia a los “particulares”.
El delito de torturas, suele ser cometido por más de un autor, es decir, en coautoría, incluyendo un amplio abanico de aportes ejecutivos no típicos que, en el marco del reparto planificado de tareas, pueden también fundamentarla perfectamente, algo que se encuentra ampliamente aceptado en doctrina y que ha tenido pacífica acogida en la jurisprudencia.
Dicho esto, debemos pasar a analizar la cuestión de quién puede ser autor de este delito.
Del mismo modo que las restantes figuras delictivas del capítulo que estudiamos, se trata de un delito especial, ya que en principio sólo puede ser cometido, en carácter de autor, por un funcionario público o –nota distintiva de la tortura– por un particular que actúa bajo su amparo.
Con relación a la autoría por parte de funcionarios, al igual que en el resto del capítulo, el sentido y alcance de la prohibición no está dirigido a todos los servidores públicos de la administración nacional, provincial y municipal, que actúan en todos los ámbitos de la gestión estatal.
Tan sólo alcanza a aquellos funcionarios que detentan entre las atribuciones del cargo que desempeñan, el ejercicio de potestades restrictivas de la libertad y de otros derechos fundamentales de los ciudadanos, como los que lo hacen en el marco del sistema penal.
En el orden internacional, y con relación al autor de la conducta consagrado en la CUCT, sería deseable una interpretación restrictiva del término en este punto, considerando que no abarca a cualquier funcionario público, sino tan sólo a aquellos que ejercen una determinada actividad o función política relacionada directamente con la administración de justicia.
Como todo delito especial, aquí también se genera una obligación en cabeza del funcionario público, en virtud de la cual el obligado sobresale entre los demás cooperadores por una especial relación con el contenido del injusto del hecho y porque el legislador lo considera como figura determinante del suceso de la acción, como autores, precisamente debido a esta obligación.
En definitiva, estos delitos –como todos los del capítulo en estudio– poseen características que, a la hora de determinar quiénes pueden ser autores, contienen una exigencia adicional a la del dominio del hecho, ya que si bien quien participa en el delito puede detentar dominio respecto de las circunstancias fácticas, para tener por configurada la autoría del agente es necesario además contar con esta particular condición.
De este modo, la ley penal argentina es tributaria de la letra de los textos convencionales y de la opinión de la doctrina mayoritaria, según la cual el alcance del término tortura no resulta compatible con la construcción de un delito común, pues la calidad de funcionario público en el autor resulta inherente a la historia semántica de la tortura, hace a la propia connotación del término y de la institución significada.
En efecto, si se analizan las finalidades que suelen motivar la imposición de torturas, y su contexto institucional (la detención funcional), puede observarse un común denominador: que es el Estado mismo, con toda la violencia de la que es capaz, quien de modo unilateral y autoritario, interfiere en los derechos fundamentales del ciudadano que se encuentra a su merced.
También resultaría un factor negativo, la ampliación desmedida que provocaría su conversión en un delito común, que llevaría inexorablemente a la matización del concepto, y a la relajación en la visión universal de repudio frente a la tortura.
En tal sentido, está claro que la ley penal argentina se basa en las razones históricas, relacionadas con la ratio legis del delito, afincada en el abuso funcional a partir de la desigual relación entre víctima y victimario allí cuando la primera está detenida y el segundo dispone del inmenso poder que le brinda la cobertura estatal.
Así, además, estaba delineado en la redacción anterior de este delito, versión ley 14.616, por lo que puede hablarse de una continuidad en la convicción del legislador nacional sobre este particular.
En definitiva, para la ley penal argentina, los hechos cometidos por particulares desconectados de toda función estatal –que pretenden postularse aquí pese a que no reúnen las notas características del delito– no constituyen tortura en sentido jurídico-penal.
Tales supuestos serán subsumibles en un amplio repertorio de tipos penales comunes que tienden a la protección de diferentes bienes jurídicos individuales, los cuales, muchas veces, habrán de concurrir ideal o materialmente, entre sí.
Por otra parte, y seguramente a partir de la experiencia recogida a partir de los actos de tortura llevados a cabo durante el período previo a la última restauración democrática, el legislador de 1984 amplió el elenco de posibles autores del delito -dados ciertos requisitos que veremos a continuación-, a “particulares que ejecutaren los hechos descritos”, conforme establece el art. 144 tercero, inc. 1, 2do. párrafo.
Ello, dada la constatación de que en no pocos casos, durante la vigencia de los CCDT, un sujeto que no revestía cargo funcional, era muchas veces el encargado de llevar a cabo el acto material de tortura, bajo las órdenes de funcionarios que tenían el completo dominio de la situación[1].
Y no sólo porque quien imponía torturas de propia mano fuere un particular sin pertenencia a ninguna fuerza de seguridad, sino para abarcar también al agente estatal desvinculado y que regresara de hecho a la función, esto es, sin una nueva designación o una rehabilitación en su cargo[2].
También, a quien intervenía activamente en un delito de torturas en territorio nacional, como miembro integrante de una fuerza armada, de seguridad o de inteligencia de una nación extranjera[3], quienes a los efectos de la ley penal argentina, y lo dispuesto en el art. 77, CP, no dejan de ser extranei: una solución diferente constituiría una clara violación al principio de prohibición de analogía in malam partem.
Pero éstos no son los únicos supuestos de hecho que pueden plantearse. También deben encuadrarse en este delito, merced a la claridad de este segundo párrafo y su relación con el primero, todos aquellos casos en donde un detenido en una comisaría, o un recluso en un establecimiento carcelario, torture a otro privado de libertad, a instigación del funcionario responsable o con su consentimiento o aquiescencia.
De modo tal que, sin dejar de ser un delito especial, el espectro de posibles autores del delito de torturas se extiende a aquel particular que actúa en el marco de una detención funcional legal o ilegal y a quien un funcionario público le proporciona las condiciones para que aquel pueda efectuar el acto de tortura sobre un detenido[4].
Se encuentra así nuestra legislación interna alineada con lo que al respecto establece el art. 1.1 de la CUCT, que amplía la denotación de la tortura, en este sentido, “cuando dichos dolores o sufrimientos sean infligidos por […] otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia”.
En tal sentido, la cuestión fue objeto de debate durante los trabajos preparatorios de esta Convención, puesto que había una postura minoritaria, encabezada por Francia, que entendía que la definición de tortura debía darle prioridad a la naturaleza intrínseca del acto, más allá de quién sea el autor; postura que fue rechazada por la mayoría de los Estados participantes.
Así como también es conteste con lo dispuesto en el art. 3 de la CACT, en cuanto identifica como posibles responsables del delito de tortura no sólo “a los empleados o funcionarios públicos que actuando en ese carácter ordenen, instiguen, induzcan a su comisión, lo cometan directamente o que, pudiendo impedirlo, no lo hagan”; sino también a “las personas que, a instigación de los funcionarios o empleados públicos… ordenen, instiguen o induzcan a su comisión, lo cometan directamente o sean cómplices”.
De gran importancia para fijar esta interpretación ha sido el fallo “Fulquín”, de la Casación Federal, en el cual se estableció que “el art. 144 ter CP en su segundo párrafo no debe ser entendido como equiparando al particular autor de la privación de libertad con el funcionario público como sujeto activo eventual del delito de torturas… el particular puede ser autor de torturas en el sentido del art. 144 ter cuando se trata del caso de una persona ya sometida a detención, sea ésta conforme o contraria a la ley”[5].
Más recientemente, también adoptó esta postura restrictiva respecto de la mención a los particulares que cometan torturas, el Tribunal de Casación Penal bonaerense, que dispuso revocar varias condenas de tribunales orales, al sostener que en el 2° párrafo del art. 144 tercero, “aún cuando la ejecución de la conducta quede a cargo de particulares, el sujeto pasivo debe ser una persona detenida legítima o ilegítimamente por la autoridad, cuya privación de la libertad tenga origen en una relación funcional, sin que pueda entenderse que la disposición se refiera también a las personas secuestradas por los mismos particulares, pues lo contrario importaría una indebida extensión de la punibilidad establecida en el tipo objetivo, en tanto la segunda parte de ese inciso remite a los hechos descriptos en el párrafo primero… En este caso la tipicidad debe desplazarse hacia otras figuras de delitos contra la libertad o las personas”[6].
Agrega el citado tribunal, con razón, que tal solución se desprende además de la referencia a la legitimidad o ilegitimidad de la privación de la libertad a que se hace referencia en el párrafo remitido, que no cabría cuando el que priva de la libertad es un particular, sino que se corresponde únicamente con las detenciones ilegales funcionales, y por ende, “…si el legislador hubiere querido independizar al particular de la conducta típica relacionada con la condición del sujeto pasivo, habría adoptado una metodología distinta mediante la conformación de un tipo independiente”.
En definitiva, ésta es la interpretación correcta no sólo a la luz de las fuentes formales y materiales que informan la modificación legal que tuvo lugar en 1984, sino también de la contemplación sistemática del capítulo, destinado inequívoca y exclusivamente a regir sobre la conducta de los funcionarios públicos, en armonía además con las definiciones de tortura de las dos Convenciones específicas sobre la materia a las que la Argentina adhirió.
Desde esta perspectiva, sólo se justifica la punición del particular en las condiciones restrictivas antes señaladas, que son las únicas respetuosas de la doble exigencia de ver comprometidas, no sólo la dignidad de la víctima, sino también la administración pública, que se ve igualmente alcanzada por el acto del particular, pues lo hace gracias al contexto funcional que lo rodea y al amparo de la dimensión punitiva estatal para llevar adelante el delito.
A su vez, esta postura coincide con el alcance que históricamente siempre tuvo el delito de tortura, nacido en el marco del procedimiento penal y luego amplificado a otros ámbitos de la actuación ilegal de funcionarios, cuestión que hace a la esencia del concepto, dado que si eliminásemos el enorme desbalance en la relación de poder, propia de este delito, que surge de tener de un lado el aparato punitivo del Estado y del otro, a la víctima detenida, la magnitud del injusto sería otra, alcanzada por los tipos penales comunes que tienden a la protección de diferentes bienes jurídicos personales.
Ello, habida cuenta de algunos autores y tribunales que creyeron ver en este 2° párrafo del art. 144 tercero, una transformación de la figura de imposición de torturas en un delito común[7], al estilo de la legislación penal francesa, que castiga con 15 años de reclusión a quien someta a una persona a tortura (art. 222-1, CPF) y la eleva a 20 años de la misma pena si el autor es un funcionario público en ejercicio de sus funciones (art. 222-3 inc. 7, CPF); impronta similar a la del Código Penal Colombiano, que prevé penas igualmente drásticas para quien cometa torturas (art. 178), y la agrava en un tercio del máximo si el autor es “un servidor público o particular que actúe bajo la determinación o aquiescencia de aquel” (art. 179, inc. 2); o bien de la ley penal brasileña, que reprime el acto de tortura con una pena de 2 a 8 años en la modalidad común, y la agrava hasta en un tercio del máximo si el autor es funcionario público (art. 1, parágr. 4, ley 9455/97).
Fuera de esta previsión excepcional referida a la actuación del particular fijada por el legislador argentino de 1984, que como vemos tiene un alcance notablemente reducido, cualquier otra situación, en la cual, un individuo le imponga a otro un grave sufrimiento físico o psíquico en el marco de una privación simple de la libertad -como por ejemplo, el impuesto a una víctima de un secuestro extorsivo o de un robo agravado-, deberá necesariamente reconducirse, según el caso, a otros delitos, habida cuenta de la ausencia de un elemento fundamental de la tipicidad objetiva, cual es, esta exigencia de autoría prevista en el art. 144 tercero, relacionada lógicamente con la falta de afectación al bien jurídico complementario en todos estos tipos penales en estudio, que apunta a las expectativas cívicas de corrección en el desempeño de los agentes estatales en el ejercicio de sus funciones.
Es que se corre un grave riesgo al transformar a la tortura en un delito común, que sólo se advierte cuando introducimos al análisis el necesario aspecto de la selectividad de todo sistema penal y el dato de la alta o extrema vulnerabilidad de quienes resultan captados; en este sentido, en la figura de torturas –entendido como un delito especial- se da la paradoja de que los vulnerables de siempre son aquí, por una vez, los destinatarios del refuerzo de la protección penal, ellos son los afectados en su dignidad, en su libertad y muchas veces en su vida.
Y ya vimos que ésta es una de las razones de la amplia impunidad que impera en esta materia. Pero por paradójico que esto pueda parecer, resulta que la cuestión se puede tornar más trágica aún al convertir a la tortura en un delito común, pues ya sabemos de sobra cómo funciona la maquinaria punitiva, y entonces, la tortura se teñirá de los mismos tonos que el resto de los delitos; los sospechosos de siempre pasarán de la categoría de víctimas a la calidad de victimarios, los índices de condenas comenzarán a subir, los repertorios de jurisprudencia comentarán los casos, y las escasas referencias a “torturas” en las sentencias judiciales aparecerán entremezcladas con robos y secuestros extorsivos, arrojando a un mayor cono de sombras a los crímenes cometidos desde el Estado, que seguirán desplegándose con plenitud e impunidad en el contexto del sistema penal subterráneo[8].
Por todo lo expuesto, se sugiere la modificación del citado párrafo, por el siguiente:
“Igual pena se impondrá a particulares que, en el ejercicio de funciones públicas, o bajo instigación de un funcionario público, o con su consentimiento o aquiescencia, ejecutaren los hechos descriptos.”
2) La escala penal
El tipo penal de referencia, en su figura básica, prevé una expectativa de pena idéntica a la del homicidio simple, de 8 a 25 años de prisión, además de inhabilitación absoluta y perpetua.
El problema de la escala penal aquí en consideración adquiere una inusitada dimensión, al constatar en el Código Penal argentino, que el máximo de los apremios ilegales y vejaciones (cinco años de prisión) o de sus formas agravadas (seis años) contemplado en los arts. 144 bis incs. 2 y 3 -con los cuales la tortura sólo tiene una diferencia en la intensidad de afectación al bien jurídico (la dignidad humana)-, dista notoriamente del mínimo de la imposición de tortura (ocho años), del art. 144 tercero, lo que dificulta esta visión gradual de aumento, sin solución de continuidad, en el disvalor de injusto que se verifica entre ellos, y obliga entonces a extremar los recaudos para una correcta hermenéutica.
En tal sentido, sería deseable que el máximo de la escala penal del art. 144 bis, inc. 2 y 3 fuera secante con el mínimo del art. 144 tercero, por ejemplo, llevando el punto de encuentro de ambas escalas entre los seis y los siete años de prisión: de este modo, los tribunales podrían adecuar la pena correspondiente a los hechos sin resistirse a fijar la calificación más grave, como suele suceder en nuestro medio[9], precisamente, respecto del delito de torturas, que en no pocos casos, debido a su mínimo legal tan elevado (similar a la figura del homicidio simple), suele ser retaceado en su aplicación por parte de las agencias judiciales, deslizándose el encuadre a las figuras menos gravosas del art. 144 bis, incs. 2 y 3, CP.
Ha sido tradicional en estos últimos 35 años, que nuestros tribunales han sido remisos en apreciar torturas frente a formas usuales reconocidas como tales en el plano internacional, como por ejemplo, quemaduras de cigarrillos, o métodos de inmersión o de ahogamiento (“submarino”).
Pero en donde esta cuestión se ha tornado crítica ha sido frente al método que, en un 75%, se ha impuesto como la tortura habitual en cárceles, comisarías y otros ámbitos criminógenos: las palizas.
Y en concreto, respecto de las palizas, que casi siempre deberían enmarcarse como torturas, la regla es que, se termina condenando por vejaciones o apremios ilegales.
Y en ello, tiene mucho que ver la expectativa de pena. Frente a palizas que no acarrean resultas graves desde el punto de vista físico, el mínimo legal de 8 años, es visto por fiscales y jueces como demasiado elevado para el disvalor de injusto que tienen que juzgar. Y de allí que tales casos, en su mayoría, son reconducidos a los tipos privilegiados ya citados. Haciendo que, de este modo, las condenas por torturas se reduzcan prácticamente a la insignificancia en los registros oficiales de sentencias condenatorias en todo el país.
En concreto, se sugiere entonces que el mínimo legal del delito de torturas sea de 6 (seis) años de prisión, no solamente para que su mínimo legal sea secante con el máximo legal previsto para los malos tratos, sino también a los efectos de que muchos de los casos de palizas y otros similares, verdaderas torturas, sean llamadas por lo que son, y que sus autores sean condenados en definitiva en el marco del art. 144 tercero.
3) Respecto de la figura de tortura agravada por muerte.
Del art. 144 tercero, inc. 2, primera parte, surge lo siguiente:
“Si con motivo u ocasión de la tortura resultare la muerte de la víctima, la pena privativa de libertad será de reclusión o prisión perpetua”.
Así, a partir de la sanción de la ley 23.097, el legislador argentino llevó la escala penal de la tortura seguida de muerte a la misma pena que los homicidios dolosos agravados: prisión perpetua.
Sin dudas, el drástico aumento de la pena para el caso en que resultare el homicidio de la víctima a partir de la tortura, está relacionado con que una característica inherente a ésta, es la irrupción tanto del ensañamiento como de la alevosía, circunstancias ambas que constituyen –a la vez- agravantes del homicidio simple conforme lo dispuesto en el art 80 inc. 2°, CP.
Este nuevo panorama obliga entonces a replantear aquella doctrina tradicional (a cuenta de la redacción anterior), pues ahora corresponde afirmar, a partir de la pena esperable, que el legislador ha querido abarcar en este art. 144 tercero, inc. 2°, primera parte, no sólo los resultados preterintencionales y los cometidos con dolo eventual –como venía siendo hasta 1984-, sino también los cometidos con dolo directo, desplazando así a la figura del art. 80, CP.
Ahora, en el caso de imposición de tortura agravada por la muerte de la víctima, pueden darse dos posibilidades:
-Si la muerte del torturado se produce aún cuando el medio empleado (es decir, el método de tortura) no debía razonablemente ocasionar la muerte, no hay variantes respecto de lo que acontecía hasta la reforma de 1984: se aplica este agravante (que desplaza al homicidio imprudente), con la única diferencia que la pena dejó de ser de entre 10 y 25 años, para pasar a ser de prisión perpetua.
-En cambio, si su muerte se produce a partir del empleo de un método de tortura del cual sí era esperable que ocasionara la muerte (como lo son, a decir verdad, la gran mayoría de las prácticas de tortura), se produce un evidente concurso aparente de leyes penales frente al art. 80 inc. 2° CP, que por aplicación del principio de especialidad, debe resolverse en favor del art. 144 tercero inc. 2°, primera parte, CP.
Evidentemente, el grado de disvalor de acción no es el mismo en uno o en otro caso, e incluso -más allá de la modalidad preterintencional-, frente a las distintas clases de dolo posible; en razón de ello, es criticable la rigidez de la pena esperable en el caso en que resultare la muerte del ofendido, que de lege lata los equipara a todos. Ello obsta a una justa mensura de la pena conforme al reproche por la culpabilidad del autor.
Es por ello, que debería propiciarse una reforma legislativa en este sentido, para orientar la solución al estilo de los arts. 142 bis y 170, CP, que contemplan escalas penales diferenciadas cuando la muerte es causada intencionalmente o cuando resulta como consecuencia del comportamiento imprudente por parte del autor.
Dicha reforma contribuiría a despejar los reparos advertidos en algunos fallos en los que, pese a que los sucesos son indicativos de estar frente a un episodio de tortura seguido de muerte (en su variante preterintencional), la condena se limita a calificarlo como simples torturas o se apela a subterfugios similares[10], para eludir la aplicación de este agravante y su pena rígida de prisión perpetua.
Por todo lo expuesto, se ha de proponer mantener la escala penal vigente de prisión perpetua, circunscripta al ocasionamiento doloso de la muerte del torturado, mientras que con relación a los casos de homicidio preterintencional -esto es, cuando se llega a la muerte por una actuación imprudente del autor de torturas-, se apela a la sabia fórmula ya consagrada en el art. 81, 1°, inc. b) del Código Penal, con una propuesta de pena de doce a veinticinco años de prisión.
Por último, habida cuenta que la figura básica alcanza a cualquier clase de tortura, se refuerza en este agravante la pretensión de alcanzar no sólo los casos de tortura por conducta activa, sino también a todos los casos de tortura por conducta omisiva (por ejemplo, privación deliberada al detenido de agua, comida, abrigo, ventilación, etc. disponible).
Por todo lo hasta aquí expuesto, se propone entonces la siguiente redacción:
“Si con motivo u ocasión de la tortura resultare la muerte de la víctima, la pena privativa de libertad será de reclusión o prisión perpetua en caso de ser dolosa, y de doce a veinticinco años de prisión cuando el método empleado, por acción o por omisión, no debía razonablemente ocasionar la muerte”.
* Doctor en Derecho Penal (UBA). Profesor regular, grado y posgrado (UBA, UNR). Juez Federal. Su última obra ha sido “El crimen de tortura. En el Estado autoritario y en el Estado de Derecho”, Didot Editores, Bs. As., 2016.
[1] Conforme así surge de los debates parlamentarios en 1984 que llevaron a la sanción de la ley N° 23.097, cfr. Honorable Cámara de Diputados, Diario de Sesiones, Sesión Extraordinaria del 15/3/1984:5032 y ss.; Honorable Cámara de Senadores, Diario de Sesiones, Sesión Ordinaria del 20/9/1984:2082 y ss.
[2] Cfr. el caso del condenado Honorio Martínez Ruiz: con la redacción anterior, sólo se lo pudo someter a proceso como cómplice necesario (art. 45, CP) en múltiples privaciones ilegales de la libertad e imposición de tormentos (cfr. TOCF 1 Bs. As., in re: “Guillamondegui, Néstor H. y otros”, causa N° 1223, rta.: 31/5/2011, fs. 1215, publ. en el CIJ).
[3] En estos mismos autos, ya cit., el caso de varios oficiales militares y de inteligencia uruguayos que operaron en la Argentina con base en el CCDT Automotores Orletti: cómplices primarios (art. 45, CP).
[4] Cfr. Aguirre obarrio, para quien “no parece que el legislador haya querido que este supuesto se extienda a los casos en que la víctima no esté en manos de la autoridad, porque todo el grupo de figuras lo supone. Más bien creemos que la autoridad –con derecho o sin él- tiene a la víctima y un particular, tortura” (su actualización a la obra de Molinario, en su Tratado de Derecho Penal, p. 77). En el mismo sentido, Creus, quien resalta la absoluta dependencia de este párrafo del precedente y por ende, “de todas las características que el delito asume en dicho párrafo” (Derecho Penal – Parte General, Ed. Astrea, pp. 307-308).
[5] CFCP, Sala I, “Fulquín, L.”, causa N° 921, rta.: 14/11/1996, JPBA 97-425. En dicho fallo, además, se recordó que en su trámite por el Senado, durante los debates del proyecto de ley, se invocaron los documentos en donde la Asamblea General de la ONU había fijado el alcance del concepto de tortura como todo acto por el cual un funcionario público inflija, o por instigación suya, se inflija intencionalmente, un dolor o sufrimiento grave, sea físico o mental, sobre una persona. Como actualmente, dicha Convención tiene jerarquía constitucional, va de suyo que resultan ineludibles para completar el análisis interpretativo del alcance del tipo, con un sentido restrictivo. Por último, se señaló que la pena conjunta de inhabilitación absoluta y perpetua prevista para el tipo penal en análisis corrobora la opinión que se viene exponiendo.
[6] TCPBA, Sala II, in re: “Russo, Leonardo y otros”, Nº 10.323, rta.: 10/2/2004, en LLBA 2005-367 y JA 2004-ii-279. El ad quem, Trib. en lo Crim. Nº 2 Morón, PBA, causa N° 472, rta.: 17/5/2002, había encuadrado como torturas el encierro en el baúl de un automóvil de una víctima, en el marco de un delito común (robo agravado). En el mismo sentido y con idénticos argumentos, TCPBA, Sala I, causa N° 1661, in re: “M, M.D. s/recurso de casación” rta.: 13/4/2004 (publ. en www.scba.gov.ar). Ver asimismo Trib. en lo Crim. Nº 3 Mar del Plata, PBA, causa N° 3861, in re: “Villalobos, Víctor”, rta.: 22/4/2008, en el cual, pese a que tanto el juez de garantías como la C. Apel. habían rechazado dicha calificación, el tribunal oral, por mayoría, condenó al autor a 16 años de prisión por “robo calificado por el uso de arma y torturas en concurso real” (en LLBA-2008:486, con nota crítica de Laíno, 486 y ss.). Pues bien, después de publicada la 1° ed. de esta obra, dicha sentencia condenatoria también fue revocada por el TCPBA, Sala II, con la misma fundamentación que los casos anteriores (causa N° 33.882, rta.: 1/3/2012, publ. en www.scba.gov.ar).
[7] Así Laje Anaya, Justo, Jurisprudencia Argentina, Doctrina, t. 1986-859, Tozzini, Carlos, Doctrina Penal, año 7, n° 28, Depalma, 1984, p. 768 y Donna, Edgardo, Derecho Penal – Parte Especial, Ed. Rubinzal Culzoni, 2001, pp. 497-498. Ver asimismo, TSJ Entre Ríos, Sala Penal, in re: “Aranaz, Juan y otro”, del 2/4/1992: “El delito previsto por el inc. 1 del art. 144 ter, CP se configura aun cuando la privación de libertad se haya concretado sin orden o intervención de funcionario público, ya que el título de su autoría es autónomo y carente de esa limitación, en mérito a lo establecido por el segundo párrafo de ese inciso” (en LL 1992-2-281). También la C.Crim de 9ª Nominación de Córdoba: “si ya consumada la sustracción y sin necesidad alguna, se sometió a las víctimas del robo a una degradación y mortificación que sólo tiene explicación en el propósito de causar un sufrimiento físico mediante la aplicación de corriente eléctrica sobre sus cuerpos, configura el delito previsto en el art. 144 tercero, inc. 1 del Cód. Penal”, in re: “Rodríguez, Jorge”, del 21/6/1995, publ. en LL Córdoba, 1996-240. Asimismo, Cám. 1ra. en lo Crim. Bariloche, Río Negro, in re: “Antín, Miguel J. y otros”, rta.: 10/9/1998, en donde se condenara a los coautores a la pena de 9 años de prisión en orden al delito de “robo calificado en concurso real con torturas” (inédita); y el Trib. de Juicio en lo Crim. Distrito Sur, Ushuaia, Tierra del Fuego, in re: “M, J. S.”, causa N° 1595/14, rta.: 5/9/2014, tratándose de un caso de violencia de género impuesta por el autor a su ex concubina, publ. en www.infojus.gob.ar.
[8] Cfr. Rafecas, Daniel, “La vulnerabilidad como rasgo característico de las víctimas de tortura…¿también de los victimarios?, en La tortura: una práctica estructural del sistema penal, Ed. Didot, 2013, pp. 426-427.
[9] El mismo fenómeno se da, de modo general, en España, donde las reacciones punitivas desmesuradas suelen traer como consecuencia un previsible retraimiento jurisprudencial en la delimitación de los ámbitos típicos, lo que, tratándose de abuso de poder sobre quienes están sometidos de hecho por parte de los encargados de hacer cumplir la ley, no resulta deseable sea cual sea el punto de vista de política criminal que se adopte.
[10] Como calificar el suceso como “homicidio simple”, cfr. Trib. en lo Crim. N° 3 La Plata, PBA, in re: “Príncipi, Bernardo y otros”, causa N° 3950, rta.: 19/9/2012, en el que la muerte dentro de una Seccional de un detenido –en estado de ebriedad- a raíz de violentas maniobras de sujeción por el cuello, fueron así calificadas. El voto minoritario, en cambio, apreció torturas seguida de muerte (inédita). También debe mencionarse aquí el apelar a la calificación de malos tratos, en desmedro de la de torturas, y así hacerlo concursar con un homicidio imprudente, cfr. por ej., CAyGP, Sala I, Bahía Blanca, PBA, in re: “Benítez, José M. y otros”, causa N° 11.933, rta.: 15/5/2015 (la muerte de un detenido por deshidratación y falta de oxígeno en un traslado en un camión celular que se prolongó por 24 horas, en un recorrido de unos 1.000 km, con altas temperaturas, sin ventilación, ni comida, ni agua); o la sentencia del a quo en el fallo, de la CApel Rosario, Santa Fe, Sala I, in re: “Campos, Ramón y otros”, auto Nº 47, del 8/5/1997. O bien, reconocer un caso de torturas, pero haciéndolo concursar igualmente con homicidio imprudente, desconociendo el agravante específico, cfr. CApel Santa Fe, Sala IV, in re: “Martínez” de 2004, cit., donde se probó que varios policías golpearon con objetos contundentes y le aplicaron puntapiés, además de choques eléctricos, a un detenido en la seccional, con tanta violencia que le provocaron la muerte debido a un cuadro agudo abdominal. Sin embargo, tales lesiones, aunque tenían idoneidad para lograrla, no fueron las que le causaron la muerte, pues los autores se apresuraron a fingir un suicidio mediante ahorcamiento, de modo tal que la víctima, aún con vida, murió por asfixia. La doctrina suele solucionar estos casos, con la apreciación de un “dolo general” –dolus generalis-, que cubre todo el suceso y que no merece ninguna valoración jurídica privilegiada (Jescheck, Welzel, Stratenwerth, entre otros). Jescheck cita incluso, un fallo que así lo entendió, muy similar: el autor, después de haber estrangulado a su víctima y creer por eso que la ha matado, pretende simular un suicidio por ahorcamiento, y resulta que sólo entonces muere (p. 292).